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Ultratumba

Posted: viernes, 3 de septiembre de 2010 by Alberto Parra in Etiquetas: ,
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Bueno antes de irme de viaje, y como probablemente estaré ausente durante algún tiempo, les dejaré un relato... absolutamente diferente a los que han leído hasta ahora.
La diferencia es rotunda, radical, pero aún el estilo es el mío propio.
NO es terror, NO es de miedo, sino más bien un suspenso frío y oscuro.
Y si se fijan en la fecha del copyright, no es exactamente reciente. Lo escribí hace un tiempo ya. Va.

El vértigo azotaba su espasmódica y flácida masa de cuerpo mientras caía a un abismo interminable de inconciencia. Su último recuerdo, un repentino e inesperado desliz frente al primer escalón de madera pulida, impregnado del agua que goteaba de aquella molesta filtración en el techo que había pedido a su hijo mayor reparar meses atrás. Ahora, aquella fría noche, turbulenta y afligida por los relámpagos y la lluvia, era muy tarde para darle solución al problema, pues con una amplia bandeja en las manos, llena de chocolate caliente en 6 tazas y un jarrón de tamaño mediano, Robinson cayó presa de la gravedad al resbalar frente a 18 escalones, al final de los cuales los recién llegados clientes del hotel esperaban el calor de las bebidas que ahora yacían desparramadas en el suelo y empapaban el cuerpo enrojecido del Señor. Sus últimas sensaciones: un golpe en la rodilla, chocolate caliente carcomiendo la piel de su rostro, una media vuelta y un golpe en la espalda, la barandilla que no detuvo su caída enredandose en su mano derecha y dislocando su brazo derecho mientras su cuerpo caía girando casi completamente.

Se ahogaba, algo en el hombro y el brazo izquierdo dolía profundamente. Respiraba aceleradamente y caía, caía, caía al abismo. Su cuerpo estaba intacto, de no ser por el rostro y pecho quemados, unas 3 o 4 contusiones grandes y algunas otras pequeñas, la ceja izquierda atravesada por un corte poco profundo, muy parecido al corte de sus labios, aunque más hinchado, y el hueso del húmero dislocado. Su cuerpo se veía muy poco pálido y -algunos se atreverían a decir- vivo, de no ser por la evidente falta de actividad cerebral y cardíaca por un largo período de tiempo.

Despertó del vacío de forma tan repentina como cayó de las escaleras, encontrandose con que podía ver a su alrededor, podía entreabrir y mover ligeramente sus ojos, sin embargo ningún músculo de su cuerpo ejercía el trabajo que su mente despierta comandaba. Se encontraba en un estado consciente aunque su cuerpo no lo reconocía. A su alrededor estaba su esposa, contemplándolo con un pañuelo entre las manos, y sus tres hijos alrededor de ella. No había felicidad en ninguno de ellos y aunque él moría de ganas de declararles su bienestar, le era imposible. Se dió cuenta de que frente a su rostro había un cristal transparente y que éste se incrustaba en dos paredes de madera que lo rodeaban. Trató de gritar, comprendiendo su destino, pero nada pudo aliviarle su descenso a la tierra, volviendo al polvo antes de convertirse en polvo.

Aún no había sido sellado el cristal por el que antes veía a su esposa e hijos llorar su muerte, y a través de él veía claramente cómo se arreglaba el descenso de su ataúd. Aún no era totalmente consciente, se encontraba apenas despierto, pero eso no le salvaba de sentir desesperación. Si pudiese, estuviese gritando y golpeando las paredes interiores del ataúd con las piernas y brazos, pero ni siquiera era capaz de exteriorizar sus impulsos y eso acrecentaba su temor y su desasosiego. Gritar, gritar... Sáquenme de aqui. Y sin embargo los ojos de su amada aún lloraban su pérdida. Aquí estoy, sáquenme de aquí. Era inútil...

Ya se habían terminado de atar los arneses. Le quedaba cada vez menos tiempo para gritar y evitar ser enterrado. Pero no podía, no podía, ni un gemido salía de sus labios. Cuando comenzó a moverse el ataúd, el temor hizo que se despertara un poco más de su estado poco consciente. Se preguntaba si todo era un sueño mientras comenzaba a descender a la tierra y veía a su esposa a través del cristal. BANG. Ya no veía frente a si sino el sello de madera con el que acababan de quitarle la vista de su señora llena de lágrimas. El golpe lo despertó un poco más y una contracción espasmódica de sus dedos le dio la ilusión de que volvería a moverse, así que reanudó sus intentos, sus esfuerzos en vano. Ésta vez su frustración se transformó en uno de los peores llantos, uno silencioso y exasperarte.

Cuando golpeó tierra lanzó un grito que su renuente garganta no pronunció, y rompió de nuevo a sollozos que sus ojos no lloraron. Se le acababa el tiempo y apenas podía mover con dificultad los dedos. Pero nadie estaba dispuesto a darle un segundo más. Pronto comenzó a escuchar los golpes secos de la arena retumbando contra la madera de su encierro mientras sus sentidos se hacían cada vez mayores. Cuando ya los golpes de la arena se hacían casi imperceptibles a sus oídos, retomó una respiración más fluída y regular, pudo respirar profundamente, pero la sensación de alivio temporal que generalmente acompaña el suspiro no fué suficiente. Aún no podía moverse y no fué sino cuando ya nada había a su alrededor sino silencio sepulcral, que capaz de mover ligeramente sus brazos y se hizo consciente de que no era un sueño. Había sido enterrado vivo.

Comenzó a recuperar sus sentidos más rápidamente y, mientras volvía a sentir el latido de su corazón, la respiración regresaba a la normalidad y sus sentidos se hacían de nuevo finos; el dolor se apoderó de él. El dolor del hombro, el pecho y el rostro, producto de la quemadura y la posición de sus huesos, no podían ser soportados por un señor de su edad. Lanzó un grito de auxilio, como despertado de una pesadilla, mientras daba golpes al cristal, el que se rompió en sus mano izquierda, dejándole de recuerdo a su carne viva un trozo especialmente afilado.
Ésta vez si pudieron sus ojos soltar las lágrimas que antes no fueron derramadas, su garganta pudo gritar desconsoladamente ante el dolor, y sus piernas pudieron golpear desordenada y desesperadamente su ataúd de madera, mientras, sin calma alguna, intentaba mover su cuerpo de izquierda a derecha en el estrecho espacio que le encerraba. Profiriendo sonidos ahogados por la arena, incapaz de mover un solo milímetro su lugar de eterno descanso, Robinson cayó en la mayor de las angustias, aquella en la cual el dolor no significa nada, en la cual los sentidos se intensifican, la razón se disipa y el impulso de huír se convierte en el poderoso fantasma que atormenta la existencia de aquel quien no puede ni siquiera ponerse de pie.

En dos oportunidades, Robinson intentó retener el aliento y calmarse, pero en ambas ocasiones acababa de nuevo intentando recoger sus piernas y colocarlas sobre su pecho, intentando hacer presión sobre ataud con los únicos miembros intactos que le quedaban, pues una de sus manos, envuelta en un retazo de tela de su traje, sangraba por un vidrio incrustado mientras la otra residía inmóvil y dolorosa por causa del hombro dislocado. Al darse cuenta de que no podía encoger las piernas, desesperaba de nuevo, lanzaba de nuevo golpes, gritaba por la ayuda que nunca llegó.

En uno de los pocos momentos de calma removió lo que quedaba de los vidrios rotos que antes le separaban de su esposa. El vidrio se incrustaba en la madera sólo de la mitad del ataúd hasta arriba y aunque intentó removerlo con cuidado, se lastimó los dedos intermedio y pulgar. Sin el vidrio tuvo campo libre para golpear con la mano izquierda, ensangrentada, la madera pulida, revestida en el interior por una tela suave y costosa, pero rasgada por su desesperación. Sin embargo no gozaba de suficiente impulso para abrir su prisión, y mucho menos para romper la madera. Lanzó un grito de nuevo, provocado por su frustración y un reciente movimiento brusco que desencadenó un dolor intenso en su hombro dislocado.
Mientras cascadas de lágrimas brotaban de sus ojos, y sus oídos se estremecían por su propia ensordecedora voz, hizo presión sobre la compuerta superior del ataúd, mientras su mano envuelta clamaba por ayuda y su hombro se incomodaba cada vez más. Sin embargo no logró nada más que el cansancio, un cansancio que iba experimentando desde hacía unos momentos, y comenzaba a atormentarle. Pero no podía quedarse dormido, tenía que salir de allí cuanto antes.

Sin embargo sus ojos se cerraban mientras rompía en un llanto frustrado. El famoso sueño incontrolable comenzaba a apoderarse de el. "Padre nuestro que estás en los cielos" recitó, mientras el aliento se escapaba y comenzaba a necesitar inspiraciones más fuertes para satisfacer a sus pulmones...
"hagase de igual forma en la tierra, danos hoy..." Su voz se convertía en murmullo mientras el llanto comenzaba a cesar y la respiración aceleraba
"a los que nos ofenden. No nos dejes caer..." Comenzaba a sentir náuseas y debilidad, y sin embargo seguía boca arriba, ahora con sus ojos cerrados
"tu nombre, venga a nosotros tu reino" Sentía sueño pero su propia respiración acelerada no le dejaba dormir
"como tambien nosotros perdonamos a los que nos ofenden" Sus pulmones comenzaron a relajarse, pero Robinson no se sentía capaz de seguir recitando, ni murmurando, no se sentía capaz de moverse, ni de golpear de nuevo su jaula de madera, ni de abrir los ojos de nuevo.

¿Quién no daría todo por morir dormido y en paz?


Copyright © Abril 2006 por Alberto Parra
Número de Registro: EHS87-3X1BF-192GK

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