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Un Grillo

Posted: sábado, 3 de julio de 2010 by Alberto Parra in Etiquetas: , ,
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Al principio no tenía en mente un relato tan irónico. Pero es como el amor, una cosa llevó a la otra y éste es el resultado final

Siempre había sido y siempre ser
ía el mismo.
Hombre galante y perfeccionista,
propenso a lujuria y dado a fastuosas comodidades.
La luz del día ha osado tocar el b
orde de sus párpados con sigilosa parsimonía. Ha de levantarse evitando excesivo doblez sobre sus lisas y blancas sábanas, mientras repara en el excelso Rajmáninov, su nueva afición musical, que el tocadiscos del comedor reproduce fielmente con minutos de anterioridad. Las zapatillas colocadas a 20 centímetros de su lecho calzan ya sus pies, la bata colgada en lo más alto de su perchero se ciñe ya a su cintura, y sus pasos ya se dirigen a la ducha, donde el sonido del agua enmascara el final del Allegro scherzando.
Es el momento clave de la mañana, por el cual el anterior mayordomo fué despedido y amenazado de muerte si volvía a mostrar su "descuidado frac" en la vecindad. Y es que, en el momento preciso que cesa la caída del agua que lo imbuye, el servicio debe iniciar de nuevo la reproducción del Rajmáninov desde el segundo movimiento, su favorito, y ubicar el plato de su desayuno sobre el mantel dos segundos después de su entrada al comedor.
"No estoy pidiendo que cambien mis ropas, por dios!"
Por lo menos, tal cosa podía hacerla él mismo antes de salir de casa.

La llegada nocturna de su automóvil sería lo que señalizaría el inicio de la misma música, desde el principio, mientras el servicio terminaba de organizar su cena, consistente de al menos tres platos, uno de los cuales debía contener carne blanca. Nunca mariscos, pues temía ser alérgico a ellos.
Ésta segunda etapa requería de extraordinaria habilidad y sincronía, pues la mesa debía estar limpia mientras se dirigía a su habitación, y al escuchar sus pasos de vuelta al comedor, debía comenzar a ser servida, comenzando con el plato principal desnudo frente al asiento, los otros dos cubiertos para alimentar su expectación y no retraer su apetito. Finalmente, al momento de sentarse debía estar comenzando el segundo movimiento de Rajmáninov, para lo cual, si era necesario, debían ingeniarselas con el volumen para que la armonía de la pieza no se viese comprometida.
Al introducir y ofrecer el tercer plato, el servicio podía retirarse a sus aposentos, la casa de servicio, al otro lado del jardín, mientras el concierto para piano número 2 de Rajmáninov iniciaba su tercer y último movimiento. Posteriormente, la aguja del tocadiscos volvería a su posición original por sí sola, marcando el momento esperado para volver a la habitación.

Sin embargo aquella funesta noche, un desprevenido o quizás planeado giro del destino, arremetió contra la vida del inocente hombre cuando a mitad de bocado, el tocadiscos lanzó un alarido y, trabado, comenzó a reproducir una y otra vez la misma porción mientras el bolo alimenticio gentilmente ocluía la respiración del amable señor.Al compás inaudito de la música, tintinearon los cubiertos contra la vajilla, el mantel se corrió, arrancado de sus fundamentos por un puño cerrado mientras el desgastado hombre forcejeaba y se echaba al suelo. Los platos y comida restante cayeron con él, pretendiendo adornar aún más el diseño floreado de la cerámica. Quizás fué la magna impresión del desastre la que propulsó el hondo bramido que devolvió la respiración a su autor.
La respiración entrecortada se cortaba aún más ante la desesperante música, que secuencialmente reproducida, rechinaba en su fino oído de forma tal que no importó la saliva que aún empapaba su barbilla, se levantó hacia el tocadiscos y se dispuso a apagarlo.
La música cesó, su barbilla ya estaba limpia, y ahora contemplaba el soberano desastre. En su vida no había presenciado escenario tan apocalíptico, por lo cual, ensimismado, siguió contemplando. Los bordes rotos de la vajilla... "pude haber mutilado mis manos". La deliciosa comida esparcida... "no volveré a comer pavo nunca más". Y... repentinamente, en medio de la noche tranquila y silenciosa, el majestuoso canto de un grillo ofreció acompañarle en su velada, ahora que Rajmáninov no podía complacerlo.
El color de su rostro reflejó su pasión por el insecto, y profiriendo un furioso chillido, asestó un golpe seco a la mesa del comedor, destinado a calmar su furia, pero suficientemente fuerte como para desestabilizar el remiendo que mantenía en pie las patas del antiquísimo mueble victoriano. Desde su esquina, la mesa se vino abajo, amenazando con castración de no ser atajada, mientras el grillo, quizas en sentido de culpa, guardó silencio, contemplando con curiosidad como aquel hombre de finos modales en la mesa, ahora sostenía su peso y la llevaba al suelo.
Pero el silencio no duró cinco segundos. El insecto estaba seguro de que sus cuerdas vocales podían reparar el daño. El hombre miró a los lados, caminando en el comedor, rastreando el sonido, y fué entonces cuando se dió cuenta de lo absurdo de sus actos, y se dirigió al teléfono para llamar al servicio.
La línea, quizas años atrás sin ser utilizada, no respondió, ni siquiera al aparatoso golpe contra el suelo, el cual por lo menos confirió silencio a la habitación por cinco segundos más. Pero de nuevo, el animal insistente prosiguió con su naturaleza.
Hombre como aquel no habría de atravesar el jardín, tocar la puerta al servicio y pedir su asistencia. Impensable, constituiría alto escarnio a su porte. Más bien, dirigióse a su habitación, desde la cual el canto del insecto era imposible de escuchar.
Aquí... aquí todo estaba en orden. Era un ambiente completamente diferente al apocalipsis del comedor.
Sin embargo, no pasaron 10 minutos en cama y el hombre se hallaba de pie, calzado con sus zapatillas. ¿Cómo pudiera un hombre tan honorable compartir recinto con una criatura tan vil? Se había rehusado a vivir con la servidumbre, que al fin y al cabo eran hombres, y ¿se reduciría ahora a vivir rodeado de animales? Imposible.
Desde el lúgubre pasillo se escuchaba el poderoso canto y en el comedor se hizo ensordecedor. Donde quiera que el hombre mirara, donde quiera que el hombre se posicionara, el grillo y su canto parecían igual de intensos. Quizás un lugar como éste, diseñado para comer en compañía de suave música, era capaz de ampliar de tal forma la acústica que no dejaba lugar al rastreo de su procedencia. Hombres descuidados, no tomando en cuenta un detalle de tal magnitud. Mañana a primera hora manifestaría su queja a su diseñador de interiores, o al arquitecto, o a quien fuese culpable de tal desfachatez.
Pero ahora tenía que doblar su cuerpo al suelo para rastrear mejor la fuente de su angustia, caminando a tientas sobre sus rodillas. Ya era capaz de reconocer pequeñas variaciones del sonido que comenzaron a guiar sus pasos. El hombre cada vez se acercaba más al grillo, y bien lo sabía su corazón rebosante.
"Estás cerca, asquerosa criatura" pensó, y como respuesta a su muda burlonería, el magnífico canto cesó. El hombre abrió los ojos de par en par haciendo una tosca mueca con su boca. Hincado a centímetros de la pared, un ornado mesón con un bello jarrón a su derecha, la mesa del comedor lejos a su izquierda y un par de muebles frente a sí: una hermosa alacena vajillera, y el condenado tocadiscos.
A pesar de no escuchar su canto, sabía que uno de éstos dos muebles contenía al animal. Dada la suerte de la noche, posiblemente el mismo elemento que comenzó el desastre habría de terminarlo. Era seguro, el animal se encontraba detrás del tocadiscos y le había inyectado alguna suerte de mal augurio. Mañana a primera hora se aseguraría de quejarse con su jardinero. Suficiente dinero se le extendía como para costearse un buen insecticida.
Pero mientras tanto, procedió a enderezarse para acabar con la criatura. Dolor. Un grito salió de su boca. No podía devolver su espalda a su lugar, pues cada vez que intentaba enderezarse, un súbito dolor le respondía e incapaz de contenerse, lanzaba un grito herido.Al cuarto intento comenzó a desesperar y su respiración se aceleró. Intentó caminar hacia el asiento más próximo pero cada paso que daba aumentaba el dolor. La mesa era su salvación, la mesa del jarrón, la cual, a respuesta de sus burdos movimientos de incomodidad, se despojó del bello ornamento de vidrio azulado, echándolo al suelo con tal estrépito, que la espalda del hombre se hizo cada vez más pesada sobre sus piernas y ni siquiera sentarse era ahora suficiente.
Jadeando, las manos en la espalda, encorvado y destruído, el hombre cayó al suelo, donde consiguió un alivio mayor que cualquier otro. Hasta que el grillo volvió a contribuír con su discurso ensordecedor. Pero cada vez más, la cólera se convertía en cansancio y mientras éste más relajaba su cuerpo, más cesaba la tortura de su espalda.

No es necesario decir cuán trastornado se mostró el servicio al ver la escena. Mesa rota, comida en el suelo, vasija quebrada, manteles manchados, jarrón destrozado, y el hombre durmiendo alrededor de vidrio azul.
La verdad es que, ese mismo día, a primera hora, Rajmáninov no dirigió la orquesta y el desayuno no estuvo cronometrado con la ducha. Y al levantarse del suelo, el hombre no tenía muchos en contra de quién quejarse, no porque no fuese esa su voluntad sino porque en vez de hombres, los que lo acompañaban eran una docena de cartas de renuncia.


Copyright © Julio 2010 por Alberto Parra
Número de Registro: EQJ9X-ED28V-FV96P
Arte:
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